Mi nombre es David Jesero. Soy de Uganda pero vivo en Ruanda.
En 2018, me uní al movimiento climático, colaborando en un primer momento con Extinction Rebellion. En 2021 me incorporé a Climate Reality Leadership Corps ("Cuerpo de Liderazgo de Realidad Climática"), una iniciativa que incluye la formación de líderes locales en materia de cambio climático, de manera que estos puedan educar a otros dentro de sus respectivas comunidades. Esta iniciativa fue fundada por el antiguo vicepresidente de los Estados Unidos Al Gore y mi formación online corrió a su cargo. Al año siguiente, en 2022, me uní a otros dos grupos: Scientist Rebellion ("Rebelión Científica") y Debt for Climate ("Deuda x Clima").
Un año después de completar la formación online a cargo de Al Gore nos conocimos en persona en Noviembre de 2022, en la COP27 de Egipto, en la recepción organizada para todos los estudiantes en el Sultan Garden Hotel, Sinai Governorate, Mar Rojo. Foto de Fidele Uwihoreye, Climate Reality Leader, Ruanda.
Esta historia, que comienza en la aldea de Mawundwe , en la zona central de Uganda, sigue y resume mi viaje climático a través de momentos clave en mi vida, rememorando y compartiendo la indeleble realidad climática que moldeó y propició mi implicación con el movimiento climático. Por otra parte, esta historia muestra cómo un acercamiento inquisitivo hacia la agricultura me ayudó a resolver el problema de los pesticidas, salvar mis cosechas y proteger la naturaleza, todo esto usando hasta la fecha fórmulas naturales para tratar las cosechas que no habían sido usadas antes. La historia es también sobre mi abuela, una heroína climática, un amiga muy especial y una mujer valiente que me cuidó durante mis primeros encuentros con lo que ahora reconozco como el cambio climático: mi deuda con ella será para toda la vida.
1984: Muchas orugas, poca agua
Enero, febrero y marzo son normalmente meses muy ajetreados, como ya lo eran en 1984 siendo yo un niño de 6 años. A las 6 de la mañana el estrépito de los agricultores afilando sus azadas avisaba al aquellos que estaban todavía en la cama de que ya iba siendo hora de salir a los campos. Sin embargo, esto nunca impidió que mi abuela y yo empezáramos nuestro día a las 7.30. El trabajo comenzaba después un humilde desayuno: una infusión de caña de azúcar y sobras de batata asada. Nada podía desviar mi atención de la abuela, mientras preparaba este desayuno que a mis ojos era pura ambrosía.
De abril a mayo los agricultores cuidaban de sus campos y jardines, algunos de ellos colocando espantapájaros para proteger sus cosechas, otros posicionándose en los campos ellos mismos para reducir el riesgo de robo y plagas. Después vino junio—un mes fatídico durante el cual miles, si no millones de orugas asolaron cosechas y árboles, robándonos no solo aquellos árboles a los que solíamos trepar, si no también nuestras preciadas cosechas. Recuerdo perfectamente que la reacción inmediata de mi abuela—posible gracias al menor tamaño de nuestros campos—fue recoger las hojas infestadas de gusanos y enterrarlas en la tierra. Al día siguiente cogió chiles picantes, los mezcló con agua y roció las plantas de batata.
Aunque este plan nos funcionó, no era viable en terrenos más grandes o en granjas. Y así las orugas continuaron con su particular terrorismo ayudadas por las temperaturas sofocantes. Pese a que nosotros conseguimos controlar la plaga de orugas, otro desafío —la escasez de agua—nos esperaba a la vuelta de la esquina. Los arroyos y manantiales naturales se secaron y de la noche a la mañana niños y niñas empezamos a buscar agua desesperadamente. Caminábamos kilómetros y kilómetros acompañados de nuestros vecinos, buscando fuentes de agua que pudieran haber quedado acumuladas en rocas y bosques.
Julio y agosto era la temporada de cosecha. Esta, aunque variada era muy escasa. Empezando con el sorgo, que usábamos para hacer harina o gachas, así como uno de los ingredientes del guiso tradicional "kaliga" (que significa cordero). El nombre "kaliga" se relaciona con un gusto tierno y fresco, asociado con la inocencia y belleza del cordero. Luego seguían los guisantes, las judías, la batata, la yuca, cacahuetes, maíz y todo tipo de cultivos de apariencia peluda y curiosa, algunos de los cuales se comen tradicionalmente sin sal. Todos estaban allí, pero en tan poca cantidad que los propios agricultores que recogían sus cosechas lo hacían con una expresión de profunda tristeza y decepción.
Una amarga cosecha
Un día, después de traer la cosecha a casa y ayudar a mi abuela aquí y allá, decidí visitar a nuestros vecinos, una familia de 7 personas (la mayoría de ellos de menos de 20 años). Los encontré sentados bajo una inmensa buganvilla , descalzos. El silencio se podía cortar con un cuchillo. Se retorcían las manos mientras miraban su cosecha, que ese año no había llevado a cabo su milagro anual. Y entonces una de las niñas rompió el silencio diciendo "pero, ¿qué es una comida sin judías?" En muchas partes de Uganda y Ruanda las judías sustituyen a la carne, pero ahora su "carne" había desaparecido. Aún más, las batatas eran muy pequeñas, con una carne llena de hebras y apariencia muy poco apetecible: nada que ver con las batatas dulces que solíamos recolectar. Los bananos daban muy pocos plátanos, apenas cinco o diez, pequeños y delgados, en lugar de la cosecha usual de cien o más por árbol.
Como de costumbre, ayudé en lo que pude a mis vecinos y volví a casa con mi abuela. Teníamos poco, sí, pero nosotros éramos solo dos. Había yuca, pero su sabor era agrio y venenoso, incluso mortal. E incluso aunque la gente moría al comerla, muchos continuaron haciéndolo. Los precios de la comida se escalaron y aquellas familias cuyas cosechas no dieron fruto, trabajaban en malas condiciones en las granjas de los ricos. A los así llamados "esclavos de la comida" se les pagaba con comida en vez de dinero: una práctica muy extendida. Pese a lo atroz de esos tiempo, de alguna manera la gente sobrevivió comiendo cosas que jamás habrían tocado en una situación normal (de ahí viene el dicho ndiirabutafa, que significa "como por no morir")
Sin embargo, no siempre fue así. Hubo también buenos tiempos, como cuando las familias tenían una buena cosecha, e incluso excedentes. En esos casos los vecinos enviaban una porción de su cosecha a otros, especialmente aquellos que habían plantado tarde. Así hizo mi abuela con un hombre joven que se acababa de mudar cerca de nuestra casa: su campo no estaba preparado para plantar y tan solo tenía una cabaña de paja y un perro fiel. Preparándose para el matrimonio a sus 23 años, estaba demasiado ocupado trabajando de sol a sol en varias granjas para reunir la dote: varios sacos de judías secas. En circunstancias normales, la dote que pedía una mujer joven y virgen era una cantidad respetable de vacas, pero en tiempos de crisis los sacos de judías también eran una opción honorable.
El tiempo pasaba y pronto llegó septiembre, seguido de octubre: otra estación de siembra para mantener viva la cadena de la vida. Noviembre empezó con lluvias, y todos los agricultores respiraron aliviados. La abuela tenía varias variedades de cosechas autóctonas tradicionales que hoy en día ya no se ven a menudo: varios tipos de judías de vivos colores, ñames propios de las marismas y de las tierras altas y verduras de hoja. Los intervalos de lluvia y sol continuaron durante un tiempo, hasta que el granizo, mataba o las inundaciones llegaron.
Demasiadas formas de morir
En un momento dado una mujer que estaba hablando con mi abuela en el funeral de dos niñas de la misma familia a las que había alcanzado un rayo, describió cómo antes de que empezara a llover había visto en el cielo una figura que hoy en día sólo puedo identificar con algún tipo de dragón climático. Esta temporada de lluvias no era la primera que se abría con un mal augurio, transformando pueblos pacíficos en un matadero. Entre los Karamajongs, tanto personas como ganado murieron por cientos durante días, ya fuera por inanición, enfermedad, riadas o rayos.
Durante el entierro, mientras la gente hablaba sobre el horror de la situación, recuerdo mirar a las personas a los ojos, uno a uno, absorbiendo toda esa angustia medioambiental. Desgraciadamente, estas situaciones han continuado siendo una constante en mi vida, y el cambio climático y las pérdidas que trae consigo se han convertido para mi en una enfermedad crónica, pero normalizada.
Los saltamontes traen la esperanza, el calor no
Noviembre y diciembre, aunque impredecibles, tienen una manera especial hacer que la gente se olvide de los malos recuerdos. Esto es especialmente cierto en Uganda, ya que allí estos dos meses se asocian con los saltamontes, una exquisitez local. Tras los estragos causados por las tormentas de rayos y las riadas, los esperados saltamontes llegan en grandes enjambres a través de toda la región central y occidental de Uganda, con un zumbido que llena de esperanza el corazón de aquel que lo oye. Después de que la naturaleza hubiera dado la espalda a su gente, nos devolvía al fin una pequeña compensación: un símbolo de su contrato inquebrantable con nosotros. Familias hambrientas con niños se despertaban temprano en "el noviembre de los saltamontes", para buscar los lugares favoritos de estos insectos: pastizales, campos de maíz y plantaciones de bananas. Algunas personas incluso preparaban una lámpara por la noche, con trampas improvisadas. Por la mañana los saltamontes eran tantos como la felicidad de los que los encontraban. Finalmente, por un tiempo, la gente podía disfrutar de una comida gratis cortesía de la benevolencia incondicional de la naturaleza.
Pero el año siguiente, 1985, ocurrió todo lo contrario. No hubo prácticamente saltamontes durante todo noviembre y diciembre, haciendo que muchos se preguntasen qué estaba sucediendo. Las estaciones calurosas eran cada vez peores, arruinando campos y granjas. Allá donde ser mirase podían verse cuerpos escuálidos, y apenas se escuchaba la risa de los niños: parecía una imagen sacada de Primavera Silenciosa de Rachel Carson. Algunos de los arroyos y riachuelos en los que la gente solía recoger agua se habían secado y eran ahora grietas como bocas fantasmales que parecían abrirse y devorarlo todo. El caos y la desesperación campaban a sus anchas. Al mismo tiempo, los centros de salud estaban repletos de gente enferma y famélica, pero gracias jardines naturales y a otros tanto jardines privados mantenidos por ecologistas donde crecían hierbas tropicales se salvaron—yaún se salvan—muchas vidas.
Señales significativas
Gracias al acceso a la electricidad, televisión e internet, más y más personas han empezado a darse de que lo que está pasando en sus comunidades también está sucediendo en otras partes del mundo, todo esto debido a la irresponsable indiferencia para con la responsabilidad climática.
"Estas mujeres—Eliane, Cecile, Ange a la izquierda y Clemantine a la derecha—participaron en las acciones climáticas que organicé junto a XR Green World Youth Ruanda. Foto de Placide, primavera 2022."
Estas mujeres—Eliane, Cecile, Ange a la izquierda y Clemantine a la derecha—participaron en las acciones climáticas que organicé junto a XR Green World Youth Ruanda. Foto de Placide, primavera2022.
"Ambas fotografías (y la anterior más arriba)—tomadas en la ciudad de Muhanga— impulsan y se hacen eco de las preocupaciones de los defensores de la tierra en materia de sistemas alimentarios sostenibles y ecosistemas sostenibles. "
Ambas fotografías (y la anterior más arriba)—tomadas en la ciudad de Muhanga— impulsan y se hacen eco de las preocupaciones de los defensores de la tierra en materia de sistemas alimentarios sostenibles y ecosistemas sostenibles.
La naturaleza cuida de la naturaleza
Entre el 2016 y el 2018 ejercí de profesor y agricultor simultáneamente. A diferencia de otros agricultores hoy en día, no tenía dinero para comprar atomizadores o pesticidas. La mayor parte de los pesticidas usados en Uganda y Ruanda están fabricados en India y China: son asequibles, pero no para todo el mundo. A medida que las plagas empezaron a invadir mis campos y los de todos aquellos a mi alrededor, otros agricultores que ya estaban preparados para ello, rociaban con pesticidas su campos de maíz, tomates y coles. Yo era el que nadaba a contracorriente, buscando sin descanso una solución al problema, a riesgo de perder mi cosecha, mi tiempo y mi energía en el intento. Acorralado ante esta situación, observé que las plagas empiezan poniendo huevos dentro del brote de cada planta de maíz, procediendo más tarde a comerse el brote y pasar a la siguiente hoja, dejando la planta marcada con varios agujeros.
Me pregunté a mi mismo, "ya que las plagas no vienen desde el suelo, ¿podría éste ser su enemigo?". A medida que continuaba investigando descubrí una madriguera de roedores y vi una tierra fina en la parte delantera que el animal había sacado del agujero al hacer su madriguera. Cogí un puñado de ésta tierra, espolvoreándola en cada brote, día tras día. Por suerte, este experimento nacido de la observación funcionó, no sólo para deshacerse de las plagas del maíz si no también para mejorar mi cosecha a niveles que nunca imaginé. Muchas de las plantas tenían tres grandes mazorcas de maíz, llenas de granos saludables, y empecé la siguiente temporada con excedentes de la anterior. En 2022 y 2023 repetí el experimento en Ruanda con resultados formidables, superiores incluso a aquellos que usaban pesticidas.
He decidido llamar a esta estrategia ‘Nature Treats Nature’ (La naturaleza cuida de la naturaleza), y la compartí en la COP27. Este experimento confirma la historia compartida por del rabino Yonatan Neril en la sesión interreligiosa en la COP27: "la solución al problema climático está en nuestras manos."
Y así es, de hecho.